El primer libro publicado, allá en el lejano siglo XX, aceptado bajo concurso dentro del proyecto Yoremito, que tan bien organizó Luis Humberto Crosthwaite.

 

Para la segunda edición, Hugo Valdés escribió en la contraportada: “En Los Batichicos, Pedro de Isla concibe el universo fabril de la ciudad finisecular como el lugar donde los hombres se inmolan cotidianamente para terminar faltos de sustancia humana. En esta colección de cuentos hay una verdad insoslayable: en ciudades como la de Monterrey todos son hijos de la fábrica —matria y fuente originaria—, al igual que en la Comala rulfiana todos sus habitantes se saben hijos del cacique Pedro Páramo. La empresa está entonces tan por encima del espacio y tiempo íntimos de sus servidores, que para estos la vida es imposible de concebirse fuera de aquélla. Como en los juegos, quien abandona la partida no tiene más sitio en la mesa: fuera de la fábrica todo, hasta la voluntad de discordia, pierde sentido.

“Así, la fábrica produce, a la par que millones de objetos en serie, hombres monotemáticos cuya vida, rutina y hábitos se mimetizan con los pocos sitios por donde deambulan fuera de la oficina. Lo desesperanzador es que dedicarse concienzudamente al trabajo hasta dejarse consumir por él, como abandonarlo y probar suerte en mundos ajenos, son dos posibilidades de vida igual de inciertas para los personajes de Los Batichicos. Es por eso que Pedro de Isla mitiga su desamparo valiéndose de un referente que les procura solaz: el juego de voleibol en el que los integrantes de las diversas castas laborales conviven y compiten entre sí democráticamente. Pero el tiempo que dura este sucedáneo de fiesta es tan breve como la porción de vida personal a la que tienen derecho”.

 

Fragmento:

La pata del elefante

 

Estás cansado, Carlitos. A las once de la noche ya te duelen los dedos y tienes que usar un lápiz para hundir las teclas de la calculadora. El plástico transparente que protege la pantalla te confirma los números que aparecen impresos en la tira de papel.

No hay nadie más en las oficinas, los otros siete escritorios separados por cortas mamparas verdes, permanecen entumecidos por el frío del aire acondicionado. Los únicos ruidos del lugar provienen de tus dedos, el zumbar de la calculadora y ese chirrido sordo que hacen los largos focos tubulares de la lámpara del techo.

Estamos a día nueve del mes y aún no terminas tus cálculos, Carlitos. Sabes que ya deberías haber terminado el reporte: doscientas cuarenta y dos páginas de gráficas y estadísticas que resumen un mes en la vida productiva de seiscientas trece personas que trabajan en el área de producción de la planta, especialmente en cocción y envasado. Seiscientas trece personas que caben en doscientas cuarenta y dos páginas. Dos punto cinco personas por página. Doscientos cuarenta y cuatro punto diez centímetros cuadrados por persona, sin restarles los márgenes. Muy bien Carlitos, aún puedes multiplicar y dividir sin utilizar la sumadora.

No te gusta la computadora. Siempre quieren que hagas todo el trabajo en la computadora, que te sientes frente a la pantalla, alimentes los números y ella se encargue del análisis, pero tú sólo la usas para elaborar las gráficas finales, ésas que irán en el reporte y muestran los porcentajes como si se tratara de rebanadas coloreadas de un pastel. No, todos tus cálculos salen de la vieja sumadora con rollo de papel y grandes números color verde.

Se te hace tarde, Carlitos, se te hace tarde para ir a casa; pero no te quieres ir. Es el amor al trabajo, eso dices siempre: sólo importa, en el trabajo, el reporte mensual de productividad; y en el fútbol, el Santos de Torreón. ¿Los equipos locales?, no, ¿para qué?, el Santos, ése sí, Carlitos, ese sí es tu equipo. Lo puedes ir a ver cada quince días, cada vez que te pagan puedes irte a Torreón, apoyando a tu equipo en las malas y en las buenas. Casi nunca han destacado, pero eso no es importante, lo que importa es que ahí están, a trescientos sesenta y cinco kilómetros de distancia, a cinco punto cincuenta horas en carro, a cuatro casetas de cobro, a veintitrés, a veces veintinueve litros de gasolina, dependiendo de su calidad. Tus cálculos te lo han dicho muchas veces, los has corroborado hasta el hartazgo en tus ratos libres.

Torreón no está lejos y es una carretera solitaria, recta, lisa, tranquila; no tiene curvas peligrosas ni despeñaderos, uno puede chocar por aburrimiento o por cansancio, pero será culpa del conductor, nunca de quien diseñó una autopista tan derechita. Es una carretera bien delimitada, estrecha pero segura.

Vuelves a revisar las sumas. Los números no te engañan, Carlitos, son fieles, inmutables, trece más diecinueve siempre será treinta y dos. Nunca treinta y uno ni treinta y tres, sólo treinta y dos. Para saber eso no necesitas una computadora. No necesitas ni siquiera una sumadora. Confías en los números Carlitos, porque te dicen que tienes ciento noventa y cuatro mil seiscientos noventa y cinco pesos con treinta y un centavos en tu cuenta de cheques. Esos números son tuyos. Cada quincena les agregas tu sueldo y les descuentas la pensión alimenticia de tu exmujer: veinte por ciento de tu sueldo antes de impuestos, ése fue el convenio. Veinte por ciento. Todas tus ilusiones quedaron resumidas en un número que conviertes a pesos cada vez que te aumentan el sueldo, cada vez que depositas en tu cuenta, cada vez que te entregan el recibo de nómina.

Veinte por ciento de tu sueldo. Veinte por ciento de tu vida es mucho. Ninguna gráfica en el reporte puede tener tanta variabilidad, al que provoque un error semejante se le despide de inmediato. Tú llevas las estadísticas y lo sabes, lo has visto en compañeros con muchos años de trabajo.

La falta de hijos impidió que ese error te costara más. Los querías pero nunca llegaron, por más que lo intentaste. Ya no te quieres arriesgar. Perdiste el veinte por ciento pero aún conservas el empleo. Otro error así y podrías perder casi la mitad de tu vida. Dieciocho años de trabajo sin una sola falta. Por eso mejor decides seguir solo, como el camino que tomas a Torreón cada dos semanas: plano, recto, sin curvas, delimitado, estrecho pero seguro.

El doble timbre que inunda la planta indica la medianoche, la hora de la cena para los trabajadores. Te molesta la interrupción. Caminas entre los escritorios y abres una persiana. La noche entra, Carlitos, con todo su silencio y te envuelve. Te cercioras que así suceda, el doble timbre debe ahogarse entre la noche y el polvo tendido en los campos de fútbol del Centro Recreativo, más allá del estacionamiento.

Regresas a tus cálculos. La suma de los tiempos muertos por cambio de producto en la segunda línea de envasado no te parece lógica. La revisarás de nuevo para cerciorarte de que conservas tu buen instinto.

Bien Carlitos, bien. Esos son los detalles que te gustan de tu trabajo. Volver a calcular es como revisar el pasado, ahí es más fácil buscar el error, detectar la falla y corregirla de inmediato para obtener el resultado verdadero y entregarlo al Director de Producción. El problema está cuando el error no se detecta a tiempo, como te pasó con Fernanda.

Los cálculos continúan acumulándose, Carlitos, constantemente surgen datos del sistema de control de envasado: temperaturas, diferenciales de presiones, velocidades, mermas por fallas humanas, mermas por fallas imputables al proceso, calidad del producto. Seiscientos trece obreros recopilando en sus formas y reportes cientos de cifras, números, porcentajes para Carlitos, sólo para Carlitos. Para que los transforme, para que los incluya en el reporte perfecto.

Los botones de la sumadora se endurecen un poco al acabarse la tira de papel. La diferencia es apenas perceptible, pero suficiente para ti, Carlitos. Eso hace que te detengas e inmediatamente busques un nuevo rollo. Ya se te hizo muy tarde con el reporte y tendrás que terminarlo esta misma noche, a la hora que sea, pero deberá estar antes de las ocho de la mañana.

Abres el último cajón del escritorio, sacas tu uniforme de Los Batichicos y encuentras la caja con los rollos de papel. Colocas uno rollo y metes de nuevo el uniforme al cajón. ¿Por qué te inscribiste en ese equipo? Total, siempre esperarás sentado a que te llamen a jugar en ese equipo de voleibol. Saliste en la foto y ya. Es el resumen de tu participación, la gráfica donde se demuestra que ahí estuviste. No necesitas más. Ya habrá excusas para no ir jugar.

Prendes la sumadora. El ronroneo regresa, el lápiz hunde de nuevo las teclas y otra gráfica va tomando forma. Todos saben que en el turno de noche se produce menos; pero sólo tú tienes los datos para explicar estadísticamente que no es tanto culpa de los trabajadores sino del sistema de rotación de personal. Es cuestión de comparar el comportamiento de la desviación estándar; ahí lo dice, clarísimo, todo es cuestión de saber leer, todo es cuestión de quererla leer. Aunque a nadie le interese, tú y sólo tú lo sabes, es uno de esos pequeños secretos que dejas escapar en la plática informal con el Director de Producción cuando le entregas el reporte. Esos son los pequeños secretos que te dan seguridad: eres indispensable, ningún paquete de computadora te permitiría sentirte así.

La luz. Se fue la luz, Carlitos. En dieciocho años ha explotado tres veces el transformador de las oficinas. Ahora no fue eso. Está a menos de treinta metros de tu ventana y lo hubieras oído. No, fue otra cosa.

… 

Es cierto, Carlitos, no escuchaste la explosión del transformador porque no la hubo, pero aun si hubiera sucedido no estabas en posibilidades de oírla: tres días después despertaste con la cabeza suturada y una pequeña lesión en la muñeca izquierda.

Papá estaba a un lado. Lamentable manera de despertar, Carlitos: con la cara de papá mostrando su satisfacción porque él mantiene el récord familiar de más días sin faltar al trabajo. Cuando dan los premios en el trabajo le llaman “asiduidad”. Necesitabas aún catorce meses, Carlitos. Ahora te falta mucho más. Tendrás que empezar de nuevo y, si lo logras, probablemente papá ya no esté ahí para recordarte que su récord se lo rompieron a la mala, que si no hubiera llevado a la fábrica ese desplegado del periódico donde hablaban de la Ley de Asentamientos Humanos del 76, firmado por un tal diputado y licenciado Francisco Javier Gutiérrez, no le habrían hecho la vida imposible.

La política no le importaba, lo llevó sólo porque le gustó uno de los párrafos que aún recuerda perfectamente y que acomoda, según la ocasión, para defenderse en cualquier discusión de política, fútbol o religión: “El pueblo de Nuevo León, progresista y revolucionario, se ha solidarizado con su política de cambio, de justicia social y progreso, traducida en acciones de beneficio para toda la nación. Por ello condena las actitudes de irresponsabilidad social e histórica de pequeños grupos que defienden sus particulares intereses económicos, difundiendo rumores que pretenden, sin conseguirlo, provocar intranquilidad y desorientación en nuestra sociedad”.

Perdiste tu récord, Carlitos, ¿qué harás? Puedes argumentar que fue un accidente, pero también papá considerará que él perdió por pura presión política, porque los soplones creyeron que andaba levantando a la gente. Corres el riesgo de que te cuente de nuevo la historia completa, cómo se tuvo que ir a la fundidora y cómo no ha podido conseguir empleo desde que la cerraron. Tú sabes si lo haces.

Ahora que regresas a la planta, Carlitos, sabes que el daño resultó más grande de lo que creías. En tres meses han reconstruido el área afectada. Aún se ve un barandal despintado, una ventana descuadrada o un tono diferente de pintura en partes de las naves y de los equipos.

Dicen que el problema comenzó en una de las tuberías de aire comprimido que controlan la combustión de los calentadores en las ollas. El informe oficial afirma que se trató sin lugar a dudas de una importante falla en el alimentador, habilitado para proveer de materia prima a la tercer olla ubicada dentro del Departamento de Cocción. Esto se pudo determinar gracias a que se encontraron evidencias tales, que permitieron establecer positivamente cómo algunos de los fragmentos de alimento suministrados eran de un tamaño impropio para el proceso, provocando  una obstrucción total en los ductos mencionados anteriormente, lo cual a su vez generó sobrepresión al interior de la olla, que terminó por causar una fatiga en el metal de soldadura de las placas, motivando la explosión ya conocida y cuyos daños se muestran pormenorizados en el listado adjunto.

Tú debiste saberlo, Carlitos, debiste saber que el peligro estaba cerca. Para eso llevas tantas gráficas y estadísticas, para prevenir casos como éste. ¿Cuál era la variación en el tamaño de los alimentos cortados por el molino siete? ¿Era la adecuada? ¿Llevabas esa estadística? ¿Por qué no lo viste? ¿Por qué no lo reportaste? ¿Por qué no lo intuiste? ¿Qué vas a hacer ahora que ya no eres tan confiable, Carlitos?

Jugarás voleibol. Te pondrás ese absurdo antifaz e irás, al salir de la planta, a esperar a que te den una oportunidad de jugar, aunque no sepas. El apoyo a tus compañeros de equipo será tal que parecerá que tienen años de convivir. Lo haces porque intuyes que tu tiempo en la planta no será mucho. Seguirás los mismos pasos que papá: aún juega en un equipo de softbol llanero que se llama Hornos Fundidora. Es lo único que le queda de su último trabajo: un equipo y una camisa con el elefante blanco levantando una pata, la misma pata que ya sientes sobre ti.

 

Durante aquella primera presentación, en la Casa de Pancho Villa, Eduardo Parra comentó:

La vida cotidiana en cualquier oficina siempre está llena de pequeñas historias que funcionan perfectamente como materia prima de la literatura. Muchos escritores han abrevado en ella para crear sus obras y extraer de ese ambiente en apariencia frío, en el que todos los individuos trabajan por un supuesto beneficio mutuo, las intrigas, las envidias, las decepciones y los amores que constituyen las relaciones humanas, es decir, la sustancia de la que está hecha la narrativa.

Es en ese mundo empresarial en le que conviven ejecutivos, empleados, secretarias, supervisores y obreros, donde Pedro de Isla encuentra las vértices temáticas que alimentan Los Batichicos, su primer libro, publicado hace un par de meses por Ediciones Yoremito de Tijuana: un libro situado en esa frontera indefinible en que coinciden novela y el cuento, la narrativa largamente entrelazada por una trama única y una serie de relatos unidos por un mismo ambiente, los mismos personajes y una problemática común. ¿Porque qué son Los Batichicos, sino una obra literaria acorde a nuestra modernidad, o posmodernidad: este tiempo en el que las diferencias estrictas que antiguamente distinguían a los géneros literarios se han ido desdibujando con el fin de enriquecerse, de influirse entre sí para conseguir un producto más rico, más solvente en cuanto a variedad de interpretaciones y de lecturas?

Los Batichicos es una novela corta integrada por relatos asimismo cortos, que se superponen unos a otros aumentando a cada página, a cada episodio, la densidad del universo reflejado por su autor. Cada uno de los textos ilustra una problemática diferente, un rostro distinto de la vida dentro y fuera de las oficinas de la empresa, una arista de la existencia de los personajes, un trauma o un conflicto existencial, y conforme el lector va avanzando de episodio en episodio, la novela completa se yergue como un todo, un universo orgánico y cerrado que bien puede ser el reflejo de la vida cotidiana en cualquiera de las empresas de nuestra ciudad.

Así, en el primer relato, titulado “la ley del resorte”, nos encontramos con uno de los principales fenómenos que cimbran el ambiente de cualquier empresa: el recorte de personal. La protagonista de este fragmento de Los Batichicos, una secretaria de los mandos medios, de pronto tiene acceso a la nómina de la fábrica y se siente dueña de ese poder sobre los demás que da la información privilegiada. Ante sus ojos, sus compañeros, jefes y rivales pierden toda igualdad, y al valor de la amistad o al valor de cada persona en particular opone el valor monetario de lo que cada uno gana. Pero apenas comienza a saborear las posibilidades que le abre el poder de poseer esa información, cuando la rueda de la fortuna da un giro macabro para colocarla fuera del ámbito donde podía ser poderosa: es recortada, es decir, la ponen “de patitas en la calle”. El narrador, sin ninguna simpatía por su personaje, de un trazo describe el patetismo de la vida de esta mujer al enumerar las pertenencias que debe sacar de la empresa, pertenencias que son el fiel reflejo del vacío en que se desenvuelve: “Hacía unos momentos se sentía la dueña de la información más valiosa de la planta y ahora ni siquiera era su empleada. La caja con sus pertenencias era pequeña. Un florero verde que servía de portalápices, tres figuras de plástico con letreros en donde se leía “te amo”. Un marco que guardaba entre dos cristales el boleto de un concierto de Luis Miguel, un lápiz labial, la mitad de una bolsa de algodones, la foto de ella y su novio en La Pastora y los walkmans que nunca le dejaban usar”(pp 21-22).

En el segundo relato o capítulo, “La pata del elefante”, Pedro de Isla nos entrega el relato del típico empleado responsable, ese que ansía tener cualquier ejecutivo o cualquier empresario bajo sus órdenes, pues no cuenta con una vida personal y entrega todo su tiempo, toda su dedicación, todas sus energías. Este “matadito”, cuya única aspiración es hacer bien su trabajo y romper el récord de asistencia al trabajo que tiene su padre, de pronto se encuentra frente a frente con la fatalidad al ser víctima de un accidente que lo deja incapacitado por tres meses, con la consecuencia de que tendrá que volver a iniciar esa larguísima lista de asistencias a la fábrica con tal de cumplir con su objetivo. Ironías del destino: el cumplimiento del deber mismo, también es el reflejo de una vida vacía.

En el tercer texto, “Escuela de teatro”, un par de empleados de la empresa realizan un viaje a la ciudad de Querétaro. Estando ahí visitan un burdel, y en él uno de ellos se encuentra a la prostituta de sus sueños: se trata de la secretaria que arrancaba los suspiros de media fábrica, de quien se decía había emigrado al DF para desarrollarse como actriz y cantante. Esta prostituta, acaso uno de los personajes más lúcidos de los que pueblan el universo de la empresa, justifica su fuga de la mediocridad que vive el resto de sus compañeros –aún cuando esa fuga la llevó por una evidente puerta falsa– con unos argumentos que podrían servir para definir a todos los habitantes de Los Batichicos:
“– ¿No te gustaba el trabajo en la planta?
– ¿Qué más podía lograr es ese pobre escritorio? Sólo amargarme poco a poco. Yo quería algo más allá de un par de uniformes nuevos cada seis meses y unos zapatos que combinaran.
– A muchos les gustabas.
La cara de Patricia sale por completo debajo de las sábanas. Toma una almohada, la pone en su pecho y se sienta en la cama.
– ¿Y luego? Todos eran simples empleados. No iba a salir de una casa de interés social, pagada a veinte o treinta años, con un auto lo suficientemente viejo para poder pagarlo y lo suficientemente nuevo para que no me deje tirada. No, ya veo que mis salidas serían solamente al martes de frutas y verduras, a la escuela de los niños y a alguna clase donde me enseñaran cómo hacer lindos y sabrosos pasteles para vender y ganar más dinero, con el que ayudaría a mi esposo, porque el maldito dinero, como siempre, no nos alcanzaría” (pp 45-46).

El texto titulado “Juliancito Bravo” es otra vuelta de tuerca, o una nueva perspectiva de un tema ya visitado, aunque con la encarnación de otro personaje: se trata del supervisor superestricto que no deja respirar a sus subordinados. Como el “matadito” de “La pata del elefante”, este también vive para el trabajo, dedica toda su vida a él, pero en éste relato, al final, Pedro de Isla nos lo muestra en casa, con su hijo al que nunca alcanza a ver porque ya está dormido cuando él llega, y con su mujer, con la que toda comunicación es nula. En el diálogo final de la pareja, Pedro de Isla, con unos cuantos trazos, nos da cuenta de toda la tragedia que representa una pareja que no tiene nada que decirse: consecuencia fatal de la familia moderna, sobre todo en una ciudad que, como la nuestra, endiosa el trabajo como el máximo valor, por encima de todas las cosas, incluso a costa de la felicidad y de las relaciones humanas.

Finalmente, en “Carta Astral”, el texto que cierra esta novela, toda la tensión acumulada en los episodios anteriores, toda esa insatisfacción que late en los subterráneos de cada uno de los textos que la conforman, estalla y se canaliza a través del adulterio, el espionaje industrial y el asesinato múltiple, en un relato que anuda las líneas argumentativas de Los Batichicos.

Es como si Pedro de Isla quisiera advertirnos del peligro que corre una sociedad altamente tecnificada, altamente industrializada, pero también altamente deshumanizada. Una ciudad que en las páginas de este libro aparece esbozada, aunque con escasos trazos, como cualquier ciudad contemporánea –podría ser Nueva York, Tokio, Amsterdam o Buenos Aires- donde el signo de sus habitantes es la soledad, el vacío, los anhelos nunca cumplidos, las ilusiones perdidas y la vida rutinaria que a todos envuelve, a todos traga, al grado de tener que inventar –los personajes de esta historia- un equipo de volibol como pretexto para creer que se pueden unir en algo y escapar del tedio que se torna irrespirable. El equipo deportivo, ya lo habrán adivinado, es el que da nombre a la novela, unifica los relatos en un solo organismo y sirve de pretexto para narrar esta historia que, gracias al lenguaje directo, preciso, sin rodeos ni preciosismos lingüísticos, se constituye en sí misma como una potente fábula metafórica de la vida cotidiana, de la vida empresarial.

 

Más adelante, Bernardo Ruiz escribió lo siguiente.

Algunas veces, el escritor sólo parece preocuparse al momento de escribir un libro de que el título sea lo suficientemente sorpresivo para atrapar al lector como si fuera un primer párrafo de un cuento de Cortázar.

Pedro de Isla, en Los Batichicos, recientemente publicado en la colección narrativa de Ediciones Yoremito, que dirige el escritor y editor tijuanense Luis Humberto Crosthwaite, pareciera, en una primera impresión haber actuado así. Un vistazo a los cinco cuentos del índice rompe este esquema: La ley del resorte, La pata de elefante, Escuela de teatro, Juliancito Bravo, Carta astral. En efecto, parecen títulos de cuento y se leen como cuentos. Como cuentos cuyo tema es la clase media —ascendente o descendente, ahí el punto de vista puede variar—, en relación con los empleados de una fábrica de alimentos regiomontana cuya afinidad es el voleibol, y que al formar un equipo, sellan su doble destino: su unión y su separación.

Ésos son los Batichicos, la columna vertebral del libro de Pedro Isla, quien nunca no dejará verlos jugar, ni conocer su desempeño en la cancha —aunque los suponemos, asimismo, mediano. Sin embargo, seremos testigo de su actuación en la cancha grande: la de la vida.

En Los Batichicos, Pedro de Isla apuesta con fuerza por la malicia narrativa. Un observador omnímodo, lo bastante discreto sin embargo para dejarnos conocer a través de algunas grietas cómo es la clase media empresarial. Sus descripciones son fragmentos de filmes: una escena familiar, un encuentro cerca de la planta de Querétaro, las épocas de recortes, el espionaje industrial, los ligues con las secretarias, las envidias salariales, la escasa vida familiar, etc.

Con esos elementos construye un panorama que va desde lo ridículo y desolador hasta el altar de los sacrificios: el fatal error de un contador, la perdición de una empleada que se quería superar, la traición de un empleado. Hombres y mujeres que son engranes de una maquinaria sobrecalentada que, finalmente, parece estallar.Aunque sabemos que después, de nuevo será igual. Volverá a echarse a andar el proceso.

Pedro de Isla con Los Batichicos ha construido un libro espléndido: desolador, y magnífico, donde la parte humana de sus personajes grita entre líneas que desean ser, sentirse vivos, más allá de los límites de esa vida, en esa planta, en esa ciudad, en ese país. Sin embargo, su mayor mérito reside en ser la novela de un personaje colectivo, como una botella que al romperse se fragmenta en piezas de sorpresivas geometrías, donde cada parte nos remite al todo. Al lector corresponde encontrar el eje narrativo que —de principio a fin— vertebra al libro.

Destaco el cuento La pata de elefante como el más logrado de los cuentos en Los Batichicos, donde se encuentran la fuerza y las armas de Pedro de Isla expuestas con elegancia ejemplar. Y lamento que la primera parte de Carta astral tenga aún ciertos ripios, algunas imprecisiones en concordancia, algún apresuramiento en el trabajo, como si fuera un pastiche de un último borrador que empaña la brillante anécdota y el hábil desarrollo de la historia.

Pese a estos nimios detalles, Los Batichicos llega sin mayor tropiezo a una nueva frontera, donde estoy seguro comienza un territorio más amplio, más rico y lleno de matices, donde la narrativa de Pedro de Isla seguirá confirmando su creciente capacidad de escritor, su más vasta calidad humana.