Dos pequeños cuentos en una enorme colección.
Fragmento:
I
Durante todo el fin de semana, María Asunción no pudo salir de su casa. Las goteras en su recámara y su cocina la mantuvieron muy ocupada durante esas atrasadas lluvias de abril. Ahora, cuando por fin salió al patio, encontró la leña desparramada.
Comenzó a juntar los pedazos de madera a un lado de la entrada trasera de la casa. Molesta, no tenía más opción que pedir prestado un atado para cocer los elotes que vendía a los turistas, untados con mayonesa y chile, en su improvisado puesto a un costado de la carretera. Necesitaba recuperar las ventas de los días perdidos, aunque, de todas formas, estaba segura que con el mal tiempo los clientes escasearon en su ausencia. Ya luego, cuando saliera el sol durante varios días seguidos, la leña podría secarse y entonces ella repondría el préstamo.
Recogió las primeras ramas y las apiló junto a un cobertizo de madera. Ahí descubrió que el azadón tenía el mango roto. Eso sí era grave, porque sin él su trabajo en la pequeña labranza del patio se complicaba. No contenta con imaginar a su marido con la espalda deshecha por la pizca de la fresa en Oregon, ahora se veía a si misma agachada toda la mañana, desyerbando a mano limpia entre sus siembras de zanahoria, lechuga y maíz, justo como él le había contado tantas veces que debía hacerle durante la levantada de lechuga en California y de la papa en Colorado. Se tomó de la cintura y compartió el dolor de su marido.
Enojada, María Asunción empujó con fuerza el pedazo de madera con todo y la pieza metálica del azadón. Lo observó rebotar en una de las tantas piedras redondas y lisas que acumula junto a la cerca de alambre para evitar que se metan animales a su siembra. Un lento temblor le recorrió el espinazo. Sólo falta que se abolle, pensó, y se inclinó a recoger la pieza de metal, esperando lo peor.
A medio camino del suelo, asustada, se levantó y santiguó. Junto al azadón despostillado vio una piedra quebrada, de uno de sus fragmentos, sobresaliendo entre la tierra húmeda, surgían tenues destellos. Ahí distinguió nítidamente la imagen de una mujer con su mismo nombre. La Virgen María. Los relieves eran iguales a los que cada domingo veía en la figura de la cercana iglesia de San Francisco: una mujer mirando hacia el suelo, en signo de humildad y de compasión sobrehumana, según dijo el Padre Jerónimo en una de las misas a las que regularmente asistía para pedir por el buen retorno de Delfino durante la época de Navidad, cuando cruzaba la frontera para volver a ser su marido.
María Asunción hizo cuenca con las manos alrededor de sus oídos, se dejó caer en el suelo y formó un ovillo. Hacía mucho tiempo, muchísimo, que no lo hacía, desde que tuvo que explicarles a sus padres que se iba a vivir con Delfino porque los convertiría en abuelos. Ya antes, cuando niña, lo hacía siempre que la castigaban, por ejemplo, cuando tomaba el monedero de su mamá para ir a comprarse una paleta helada a la tienda del papá de don Primitivo.
Tumbada en la tierra húmeda, abrió despacio el ojo izquierdo. Reconoció la imagen en la piedra. Era nítida y despedía pequeños brillos de luz celeste y amarilla. Ahí estaba ese rostro bendito lanzándole una tierna mirada.